Teletrabajo en tiempos de confinamiento: ¿Hemos aprendido algo?
- David Rodríguez - Secretario técnico del PEMB
- 30-06-2020
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El teletrabajo había sido durante años el futurible del que todo el mundo hablaba, pero poca gente acababa poniendo en práctica. Aun cuando las posibilidades de trabajar desde casa se habían ido incrementando debido a la creciente disponibilidad de tecnologías TIC a precios cada vez más reducidos, continuaba siendo una opción minoritaria. En el conjunto de la UE sólo un 3,5% de los asalariados trabajaban habitualmente desde casa en 2019, una cifra que se reducía al 2,1% en el conjunto del estado español (Fuente: Eurostat). Además, el trabajo desde casa prácticamente no ha experimentado grandes variaciones en los últimos años, a pesar de las mejoras tecnológicas o los cambios en la cultura organizativa. Si ampliamos el horizonte al teletrabajo ocasional, las cifras tampoco mejoran, y según los últimos datos, poco más del 5% de asalariados formarían parte de la gente que teletrabajaba a finales de 2019.
La situación dio una vuelta de 180º a mediados de marzo, cuando infinidad de organizaciones, con independencia de su tamaño y sector, se vieron con la necesidad de continuar con su actividad fuera de los establecimientos laborales, forzados en muchos casos a un cierre gubernativo. Incluso la tramitación de los hasta entonces poco conocidos expedientes de regulación temporal de empleo (ERTEs), que han afectado a centenares de miles de trabajadores y trabajadoras, se han tenido que llevar a cabo desde el domicilio de los funcionarios y funcionarias del Servicio Público de Ocupación (SEPE).
Pasado el tsunami, hay indicios de que el teletrabajo ha venido para quedarse, como mínimo a corto plazo. La necesidad de mantener ciertas medidas de profilaxis basadas en el distanciamiento social hasta que no se encuentre una vacuna y la necesidad de reducir presión a los flujos de movilidad en un momento en el que el uso del transporte público puede verse como inseguro desde el punto de vista sanitario forzaran a muchas organizaciones a mantener restricciones de acceso a los centros de trabajo y, por lo tanto, a continuar con el teletrabajo, aunque sea de manera híbrida.
Otros efectos, eso sí, pueden tener un mayor impacto a medio y largo plazo. Durante estas semanas, muchas personas has descubierto lo que es verdaderamente el teletrabajo y han podido adaptarse a él, más allá de experiencias esporádicas, rompiendo así un posible obstáculo. Así mismo, el hecho de que organizaciones enteras se hayan visto forzadas al teletrabajo temporal ha roto también otro de los factores que lo imposibilitaban en la práctica: el traslado de las reuniones (o si queréis de la reunionitis) hacia la virtualidad. En pocas semanas, herramientas como Zoom o Jitsi han pasado a formar parte del día a día de muchos de nosotros.
No es de extrañar entonces que algunas organizaciones hayan tomado la iniciativa y dibujen el teletrabajo postpandemia. Por ejemplo, Twitter permitirá a su plantilla continuar trabajando desde casa indefinidamente, una decisión que ha sido seguida, también, por Facebook, que espera que la mitad de sus trabajadores y trabajadoras lo continúe haciendo en los próximos años. En Cataluña, la COVID-19 probablemente acelerará los planes de teletrabajo que se habían iniciado en modo piloto en la Generalitat unas semanas antes de la declaración de emergencia.
¿Quién puede teletrabajar? ¿Nos encontramos frente a una nueva grieta?
No obstante, este panorama no puede hacernos olvidar que el teletrabajo continúa siendo una herramienta limitada a un porcentaje relativamente pequeño de la población ocupada. Muchas ocupaciones, por sus características, no pueden llevarse a cabo desde casa, bien sea por ser actividades ligadas a un espacio físico (el mantenimiento de un edificio o la producción de bienes, por ejemplo), bien sea por la necesidad de interactuar presencialmente con otros miembros de la organización. Un reciente estudio, recogido por el Banco de España, apunta a que entre una cuarta y una tercera parte de los lugares de trabajo serías susceptibles de poderse realizar en remoto sin demasiados problemas. Esta cifra es coherente si observamos la realidad vivida estas semanas pasadas: en el momento álgido de las medidas de control de la pandemia, se estima que alrededor del 28% de la población ocupada estaba teletrabajando en el conjunto de España, según el barómetro de Funcas.
Las diferencias entre quién puede trabajar y quién no por categorías ocupacionales pueden llegar a ser abismales. Casi el 60% de los lugares de trabajo de profesionales científicos e intelectuales (grupo 2 de la CON-11), el 53,2% de los técnicos de apoyo (grupo 3) o el 45,3% del personal administrativo, serían susceptibles de poder realizarse a distancia. Por el contrario, el porcentaje de trabajadores pertenecientes a otras categorías (trabajadores del comercio, hostelería, trabajadores de la industria, operarios y ocupaciones no calificadas) que pueden teletrabajar es ínfimo.
¿Cómo se traducirían estas cifras para Barcelona y su entorno metropolitano? Haciendo un ejercicio de extrapolación de los últimos datos censales y suponiendo las mismas ponderaciones, obtendríamos que de los casi 2,1 millones de personas ocupadas potencialmente podrían continuar teletrabajando cerca de 800.000, un 38% del total de la región. El grupo de personas que trabajan en actividades de alta cualificación (asociadas al grupo 2) y el de técnicos de apoyo (grupo 3) constituyen el grueso de este colectivo, con 280.000 y 200.000 potenciales candidatos al teletrabajo, respectivamente. También hay que destacar las cerca de 135.000 personas que podrían hacerlo y que están vinculadas a actividades del tipo administrativo y contable (grupo 4). Los dos primeros grupos, además, han sido los que han experimentado un crecimiento mayor de ocupados durante la última década, contribuyendo a un crecimiento de 73.000 y 50.000 nuevos potenciales teletrabajadores, respectivamente.
Evidentemente, el número de personas que realmente pueden llevar el teletrabajo a la práctica es significativamente inferior. La falta de un espacio en condiciones o del mobiliario adecuado; o la necesidad (también psicológica) de separar la vida profesional de la personal, son factores individuales que reducen el potencial en una situación de normalidad con libertad de ubicación. Pero también hay factores organizativos: desde regulaciones internas que lo limitan, o directamente lo impiden, a factores que invitan sutilmente al presencialismo.
Y aquí es donde entra otra variable de reflexión: el teletrabajo de estos colectivos probablemente contribuirá a destensionar el sistema de transporte público menos de lo que se podía prever, pero sí podría contribuir a eliminar de manera significativa vehículos privados. Pese a que las encuestas de movilidad de Barcelona no permiten granular el uso de los diferentes medios de transporte en función de la ocupación, sí dan pistas de que existe una clara correlación entre renta y propensión a utilizar el vehículo privado para los desplazamientos de movilidad cotidiana. Y probablemente hayan sido también los que han podido pasar el confinamiento en viviendas más amplias (y preparadas) que las de la media de la población, o bien han tenido la capacidad de hacer las maletas y pasarlo fuera de los núcleos urbanos (una tendencia, por cierto, que se ha reproducido en otras metrópolis).
El impacto del teletrabajo en el territorio: ¿Una oportunidad de reequilibrio territorial?
El siglo XXI estaba siendo “el siglo de las ciudades”. Especialmente desde finales de siglo se estaba produciendo un retorno de la población a los centros de las grandes metrópolis después de décadas de centrifugación promocionada por el automóvil. Las generaciones más jóvenes, y en especial aquello que Richard Florida denomina las “clases creativas”, optaban por vivir en el corazón de las ciudades, en vez de hacerlo a las afueras, si éstas proporcionaban una dosis adecuada de vivacidad i tolerancia, aunque ello significara sacrificar espacio de vivienda o espacio verde alrededor. Estas ciudades, a su turno, recibían un influjo de personas con un capital humano muy elevado, hecho que permite atraer empresas de servicios avanzados de alto valor añadido, contribuyendo, a su turno, a una concentración de la riqueza económica en el corazón de las metrópolis.
Esta visión, que fue aplaudida e imitada en todo el mundo, ya había mostrado sus debilidades, reconocidas incluso por el propio Florida. Por un lado, estaba alimentando a la gentrificación de diversas zonas, generando la expulsión de la vecindad o tensiones entre los antiguos residentes y los recién llegados. Es paradigmático, por ejemplo, el caso de muchos trabajadores de Silicon Valley que poco a poco fueron apostando por vivir en San Francisco, en busca de una vida de ciudad que no encontraban en las localidades del valle, forzando incluso a muchas empresas a localizarse en la ciudad en vez de hacerlo a las afueras como de manera rutinaria se había ido haciendo. Un fenómeno que, por cierto, acabó tensionando del todo el mercado de la vivienda y provocó incluso incidentes entre los residentes “de toda la vida” y la nueva clase creativa.
Esta tendencia también tuvo perdedores. Las urbanizaciones de las periferias de las ciudades (suburbia), que habían sido el paradigma de la vida de las clases medias y altas (la familia del propio Florida había sido ejemplo de este movimiento), han dado paso a espacios que en algunos casos han entrado en declive y en los que la pobreza ha ido ganando terreno, un hecho desconocido hasta entonces. También las ciudades medianas iban perdiendo músculo económico debido a los flujos de actividad y trabajo de más valor añadido hacia el núcleo de las metrópolis, un fenómeno también alimentado por la creciente concentración empresarial, especialmente en muchas actividades de servicios. Esta pérdida de peso ha conllevado también efectos colaterales, como el declive, o directamente la pérdida, de tejido comercial o de actividades de apoyo.
¿Puede la COVID-19 haber roto esta tendencia? Ya sea motu proprio, o sea por decisión de las empresas de dejar a los trabajadores en casa, parece que puede ser una tendencia que acabe siendo significativa. Este hecho tiene una derivada positiva: fenómenos como la gentrificación pueden perder pistonada, o se puede revertir la pérdida de peso de la actividad económica en pueblos y ciudades de la periferia metropolitana, contribuyendo a un mayor equilibrio territorial.
No obstante, esta tendencia tiene su contraparte. Las grandes metrópolis como Nueva York, con una densificación de la actividad económica muy elevada, pueden ver menguar su atractivo por la pérdida de actividad directa (menos gente trabajando en oficinas), pero también por la pérdida de actividad indirecta o inducida (desde cafeterías hasta tiendas de ofimática, pasando por los comercios de ropa o alimentación), una situación que también puede provocar tensiones en unas finanzas municipales diseñadas en otro contexto.
¿Cuál será el saldo final? En principio, el análisis anterior podría hacer pensar que estamos delante de un juego de suma cero, en el que todo lo que se pierde en un lado, se gana en otro. Éste es un análisis excesivamente simplista. De un lado, se ignoran las externalidades negativas que supone la congestión viaria, especialmente en contaminación atmosférica, o las necesidades de grandes inversiones en infraestructuras que puede tener un modelo de concentración poblacional y de la actividad económica. De otro lado, también hay que tener en cuenta las externalidades positivas que genera la aglomeración y que pueden perderse si finalmente se acaba imponiendo una vuelta a la desconcentración tanto de la población como de la actividad económica por efecto del teletrabajo.
Frente a esta situación podríamos encontrarnos con diferentes escenarios, y alguno de ellos es de ganancia neta para el conjunto de la metrópolis. Si la desconcentración relaja fenómenos como la gentrificación o quita presión a la movilidad obligada en áreas en las que hay importantes problemas de congestión y contaminación, y al mismo tiempo se diseñan estrategias para evitar la pérdida de las economías de aglomeración, podríamos estar delante de una situación de win-win. Referente a este punto, las ciudades periféricas pueden jugar sus cartas facilitando la creación de espacios de encuentro de la actividad económica. En este sentido, los coworkings, espacios de transición entre la oficina y el teletrabajo, que habían estado hasta el momento muy centrados en el centro de las ciudades, pueden jugar el papel de espacio que garantice poder disfrutar de buena parte de las economías de aglomeración, y al mismo tiempo estar evitando los inconvenientes de una excesiva concentración humana, imprescindible en estos tiempos de pandemia. Si fuera el responsable de promoción económica de una de estas ciudades, prestaría especial interés en poder disponer de estos espacios, o de otros similares, que permitan crear los denominados “terceros lugares”. A pequeña escala, hemos querido contribuir con nuestro grano de arena, facilitando que el personal de la oficina de coordinación que vive fuera del continuo urbano de Barcelona pueda teletrabajar en espacios de coworking de sus municipios mientras la situación no se normalice.
Las opiniones de los autores y las autoras no representan necesariamente el posicionamiento del PEMB.