Democracia, evaluación y participación: ¿Qué características debe tener un laboratorio de políticas públicas?

¡ATENCIÓN! Este artículo es la reproducción del documento ‘Democracia, evaluación y participación: los laboratorios de políticas públicas' publicado en la plataforma barcelonadema-participa.cat en octubre de 2021 para incentivar los debates del Ciclo de la Metrópoli Multinivel del proceso Barcelona Demà. Algunos aspectos pueden, por lo tanto, resultar desactualizados.


Resumen: En este documento planteo y desarrollo la propuesta de un laboratorio de políticas públicas. Semejante a los existentes en otros países, este laboratorio está concebido como unidad técnica que ofrece servicios para la evaluación de políticas públicas. Del argumento utilizado para justificar su desarrollo derivo, además, que el laboratorio debe estar involucrado en las fases de diseño e implementación, lo cual permite concebirlo como punto de encuentro y colaboración entre las administraciones y de éstas con la ciudadanía. Una vez adoptado este punto de mira, el laboratorio tiene la posibilidad de convertirse en un instrumento de innovación y participación que extiende los recursos ya existentes en la administración pública. Ofrezco también observaciones acerca de pasos concretos que las administraciones pueden tomar para mejorar las posibilidades de éxito del laboratorio. Concluyo con una breve reflexión sobre las peculiaridades que presenta el hecho de que las experiencias anteriores estén circunscritas a contextos municipales en lugar de metropolitanos.

Democracia, evaluación y participación: ¿Qué características debe tener un laboratorio de políticas públicas?

Medición y democracia

La pregunta que debe guiar el diseño de cualquier política pública es si funcionará cuando la pongamos en práctica. Es posible que haya casos en los que queramos una política independientemente de cualquier otra consideración, pero dudo que este tipo de situaciones sean frecuentes. De hecho, sospecho que, llegado el caso, encontraríamos muy difícil justificar el ignorar sus resultados. Correctamente, alguien puede apuntar que no existe una vara de medir que capture en su totalidad y con precisión algunos objetivos sociales que pueden interesarnos como la solidaridad entre el vecindario o incluso algo tan complejo y multidimensional como la pobreza[1]. Sin embargo, esto solo habla de la dificultad de la tarea de evaluar una política y no de la necesidad de hacerlo.

La idea que quiero desarrollar en estas líneas es que la evaluación de políticas públicas es un instrumento de control democrático que sirve para fortalecer la relación entre la ciudadanía y el gobierno. A primera vista podría parecer que estoy intentado edificar un objetivo loable sobre una superficie inestable. Desde luego, hay un trecho muy largo entre mis puntos de partida y destino. En esta primera sección argumentaré que no es el caso. Puesta esa base, en las siguientes secciones desarrollaré las líneas generales de un diseño institucional para la evaluación de políticas públicas que encarna esta noción general de que medición y democracia están íntimamente ligadas.

Bajo todo el argumento que voy a desarrollar subyace una observación general y, diría, trivial: los recursos de los que disponemos son limitados y, como comunidad, tenemos la responsabilidad de administrarlos bien. No me refiero con ello únicamente a evitar despilfarros. Una buena administración es la que escoge con buen juicio entre diferentes alternativas reconociendo que llevar a cabo una implica abandonar otras: el tiempo, el dinero y el esfuerzo que dediquemos a, por ejemplo, mejorar la movilidad en un barrio no los podremos usar para mejorar la movilidad en otro. No solo eso, tampoco los podremos usar para reforzar la plantilla de trabajadores/as sociales, para construir instalaciones deportivas o para ofrecer cursos de sensibilización a los cuerpos de seguridad.

Dicho de otro modo, escoger una política es un acto de afirmación de las prioridades que tenemos como sociedad. Esta elección es una comparación inevitable, aunque quizás no explícita, entre los costes y los beneficios de desarrollar una política ¾de los beneficios de la política que queremos llevar a cabo frente a los costes de aquellas otras posibilidades que estamos abandonando.

Podemos llevar más lejos esta idea. Si medir es una forma de materializar un ejercicio que hacemos internamente, el argumento no tendría fuerza normativa ni relevancia política. Sin embargo, creo que en el caso de las políticas públicas hay un factor diferencial. Hablo aquí del derecho que tenemos como ciudadanía a saber si los esfuerzos del gobierno, de los administradores temporales de nuestros recursos colectivos, están dando resultados. La transparencia sobre la efectividad de las acciones del gobierno es uno de los requisitos para que podamos usar efectivamente nuestro voto para aprobar o suspender a alcaldes/esas o presidentes/as.

Se nos presenta aquí el problema central que alimenta la mayor parte de las discusiones en la literatura especializada. Medir los resultados de una política pública es un proceso técnico que requiere conocimientos diferenciados y especializados en la recogida, análisis e interpretación de datos. Es fácil ver cómo esto podría llevarnos a alguna forma de tecnocracia en la que un tribunal aparece como mediador determinando si las acciones del gobierno han sido exitosas (Clarence 2002). Uno podría imaginarse a la oposición esgrimiendo los resultados de las evaluaciones como si fuese una hoja de calificaciones del gobierno que da validez a sus críticas.

Datos

Esto invita dos preguntas, una fácil y otra más difícil. Empecemos por la fácil: ¿Cómo garantizar que las decisiones de quién evalúa no serán coaccionadas precisamente para favorecer los intereses del gobierno de turno? No hace falta mucho ingenio para encontrar una respuesta efectiva: haciendo que quién evalúa sea una agencia independiente en lugar de un organismo cuya dirección esté sujeta a los vaivenes electorales.

La pregunta difícil es más interesante por cuanto requiere pensar con más cuidado sobre el proceso de evaluación y sobre los evaluadores/as mismos/as: ¿Cómo podemos asegurarnos de que quién evalúa no está sesgando sus dictámenes siguiendo sus propias preferencias o experiencias? La cuestión sobre las preferencias de quién evalúa es legítima, pero menos interesante en la práctica de lo que podría parecer[2] y es probable que la adopción de estándares de ciencia abierta sea suficiente para convencer a las personas escépticas (Christensen y Miguel 2018).

Ahora bien, lo que no es tan obvio es si es posible despreocuparnos de los sesgos derivados de la experiencia (personal, social, cultural, de clase) de quién evalúa. Incluso sin dudar de su imparcialidad o de su competencia, podemos simplemente plantear que, como decía al principio, las políticas pueden tener efectos complejos y multidimensionales; efectos sobre los que es difícil razonar en abstracto si no tenemos habilidades específicas o incluso experiencia directa (Potter 2006; D'Ignazio y Klein 2020).

La forma de lidiar con esta complejidad es, podría decirse, buscar ayuda y expandir la base de conocimiento para incluir a otros/as. Tal vez, en algunas ocasiones, la respuesta sea más expertos/as. Tal vez, en otras, la mejor forma de entender el problema es incluir a la comunidad, a quién, a través de su experiencia, de su conocimiento particular, o simplemente por su diversidad de perspectivas, puede revelarnos aspectos que le estarían ocultos al evaluador/a[3]. Es difícil dar una respuesta a priori que sea definitiva sobre quién debe estar involucrado en el proceso de evaluación, pero parece sin duda deseable que quién evalúa políticas públicas tenga mecanismos claros para asegurarse de que reciben aportaciones de un entorno social amplio que permita expandir su mirada, cuestionar supuestos, y, por qué no decirlo, innovar en su aproximación a los problemas que le son planteados (Blomkamp 2021).

Laboratorios de políticas públicas

Medir una política pública es una tarea conceptualmente complicada, pero es también técnicamente complicada. Con esta oposición quiero separar, por un lado, la dificultad de definir con exactitud cuál es el objetivo de una política (por ejemplo, qué queremos decir exactamente con “pobreza” y cómo asegurarse de que la hemos reducido con nuestra intervención) y, por otro, el problema de identificar su efectividad. Del primer punto ya hemos hablado. El segundo punto merece nuestra atención ahora.

Cualquier política pública es una amalgama de diagnósticos sociales y económicos, planes legales, planes administrativos, protocolos de implementación o estrategias de seguimiento, por no hablar de multitud de cambios que muchas veces son necesarios para adaptarse a imprevistos. Es una acción logísticamente compleja así que para no perder de vista lo esencial es conveniente abstraer los detalles y fijarnos en nuestro objetivo final. Si lo tomamos con cierta distancia, medir una política es comparar lo que ha ocurrido una vez la política está en marcha con lo que habría ocurrido en el caso hipotético de que la política no se hubiese ejecutado (Pearce y Raman 2014). Esta comparación es clave así que conviene repetirla: al evaluar una política, lo que nos interesa es aislar el cambio que hemos causado en relación con un mundo hipotético en el que la única diferencia es la ausencia de nuestra intervención.

Hay muchas metodologías que nos permiten aproximarnos a esta diferencia, pero todas se enfrentan a la misma dificultad de construir y analizar ese contrafáctico. Yo destacaría aquí dos elementos. El primero es que es crucial definir con claridad la naturaleza de nuestra intervención. La complejidad de las políticas reales, habitualmente con múltiples acciones desarrolladas simultáneamente, complica la tarea de aislar el componente que realmente ha funcionado. Esto es, una política solo será evaluable si es posible identificar sin ambigüedad la intervención que estamos haciendo. Esto nos obligará a tener cautela al diseñar nuestras intervenciones.

El segundo elemento es la importancia de aceptar que el mundo real en el que aplicaremos nuestra política es cambiante e intrincado. Observar diferencias antes y después de la implementación de nuestra política no es una garantía de la efectividad de nuestra intervención. En otras palabras, no es incuestionablemente cierto que el mundo antes de la puesta en marcha de la política sea un contrafáctico razonable para estudiar su impacto. El objetivo es estructurar la puesta en marcha de la política de tal modo que podamos crear durante el proceso de implementación un contrafáctico más adecuado. La popularidad creciente de métodos basados en pruebas controladas aleatorias (RCT, por sus siglas en inglés) que hemos visto en los últimos años en ciencias sociales surge precisamente de esa idea (Angrist y Pischke 2010).

Es importante admitir que mi desarrollo ha seguido la lógica de un método específico de evaluación, pero la idea es general: es deseable que medición y diseño estén coordinadas ¾incluso aunque no estén integradas. Esto es, aunque pueda resultar intuitivo pensar en la evaluación como la fase final del desarrollo de una política pública, como si fuese un añadido que se puede acoplar al terminar de lanzarla, la realidad es que solo es posible medir aquello que fue en origen diseñado para ser medible.

Diseño

Hagamos balance. Lo que he defendido hasta ahora es la idea de que evaluar políticas públicas es un trabajo técnico pero que es más efectivo cuando no se aísla del resto de la comunidad (tanto de expertos/as como de ciudadanía). He planteado además que es importante que la evaluación sea incorporada lo antes posible en el diseño, idealmente cuando la política no es más que un esbozo. Estas consideraciones nos han llevado a un diseño institucional que permite independencia, pero colaboración con el resto de la administración y que prevé mecanismos para favorecer la participación de un entorno amplio de personas expertas, interesadas y afectadas. Por ponerle un nombre que encaje con la terminología actual, lo que he sugerido es la creación de un laboratorio de políticas públicas, que sirva como unidad técnica de apoyo en los procesos de evaluación, pero que esté involucrado en las fases de diseño e implementación (Wellstead y Nguyen 2020; Whicher 2021).

Existe una enorme variedad de experiencias en el mundo que ofrecen ejemplos de diferentes formas de encaje institucional (Wellstead and Nguyen 2020; Whicher 2021). Algunos casos enfatizan la integración de la comunidad en la fase de diseño. Otras se centran en la gestión de recursos analíticos digitales o en el cierre de la brecha digital. Otros tienen un mandato especial en el área de evaluación e innovación[4]. Son estos los que me interesan más, aunque creo que es posible combinar elementos de otras variedades de laboratorio.

Por ser más concreto, este tipo de laboratorio cumple varios roles, los cuales ya han sido más o menos esbozados en las líneas anteriores. Por una parte, es una unidad flexible que provee de servicios especializados en áreas técnicas en las que el gobierno puede tener dificultades para atraer, incorporar, o retener talento. Pienso, en concreto, en el área de análisis de datos y diseño experimental. Como tal, la unidad es un servicio de recogida, procesado e interpretación de datos orientada hacia la evaluación de políticas públicas. Dado el estado de la literatura académica, sería de esperar una clara especialización del laboratorio en métodos RCT, aunque creo que sería razonable que contase con recursos para aplicar otro tipo de aproximaciones metodológicas. Más aún, dotar al laboratorio con personal especializado en investigación cualitativa podría ser especialmente beneficioso para las fases de diseño. En cualquier caso, concibo el laboratorio, en última instancia, como un servicio orientado hacia la investigación aplicada en un campo que evoluciona rápidamente así que es fundamental que sea flexible. De ahí la importancia de que tenga lazos estrechos con la comunidad académica e investigadora ya que es la única forma de asegurar que tenga acceso a una frontera de investigación cambiante.

Además, el laboratorio puede servir como centro para la transferencia de conocimiento, como puerta que permita la colaboración entre personas expertas y comunidades, como forma explícita de abrir el proceso político y administrativo de diseño de políticas públicas a la comunidad. Veo así al laboratorio como un agente de innovación y participación que permite la incorporación de diferentes perspectivas. En este sentido, el laboratorio, por su propia naturaleza de intermediario con otros expertos y con la comunidad en general, puede ofrecer a las administraciones públicas un flujo regular de nuevas ideas. No es, obviamente, el único método para ello. Sin embargo, destacaría aquí que, precisamente por el hecho de tratarse de una unidad separada del resto de la administración, tiene, tal vez, la posibilidad de ofrecer vías de colaboración diferentes a las que suelen estar disponibles en el sector público. Esto es, tiene el potencial de ser más ágil y adaptable.

Por último, y por su mandato técnico, un laboratorio como éste está en una posición excepcional para servir de nodo de coordinación de la infraestructura de datos de la administración pública. Con ello, el laboratorio puede ser una pieza clave no solo en la evaluación de programas, sino como parte de una estrategia más general de explotación de datos digitales y administrativos para el diseño, que no la evaluación, de políticas (Groves 2011). Pienso aquí, por ejemplo, en la explotación de las fuentes de datos tradicionalmente asociados al concepto de smart city (Cosgrave, Arbuthnot y Tryfonas 2013) pero también en el uso de datos secundarios (no experimentales) que otras agencias y departamentos ya recogen como parte de sus operaciones y que pueden servir para mejorar la visibilidad que las administraciones tienen de su entorno. Por decirlo de otro modo, al tratarse de una unidad especializada en el uso de datos cuantitativos, es razonable que pueda tener un ámbito de operación que se extienda desde la evaluación de políticas públicas en otras direcciones que incluyen la prestación de servicios analíticos más generales.

Observaciones prácticas y misiones

Un laboratorio que sirva como servicio técnico, pero también como eje de innovación puede ser de inmensa utilidad, pero es importante reconocer que también puede ser una fuente de conflictos con las agencias y departamentos con los que debe colaborar. En el esbozo que se ha desarrollado más arriba, el laboratorio deriva su valor del hecho de ser una interfaz (entre diferentes departamentos y administraciones, entre la administración y el público). Sin embargo, las entidades públicas están diseñadas para optimizar procesos internos y suelen tener dificultades para navegar relaciones horizontales con otras organizaciones (Ryan y Walsh 2004).

El encaje de este tipo de unidades con la administración existente se cita con frecuencia como uno de los mayores impedimentos para su éxito (Head 2010). Es natural que los empleados públicos recelen de iniciativas que se sitúan en las afueras de las prácticas establecidas y reconocidas. Más aún, debe reconocerse que la confianza en procesos y resultados es más fácil de construir sobre la base de una reputación de fiabilidad que los laboratorios pueden tardar en desarrollar.

De ahí que los primeros pasos para garantizar el éxito de este tipo de laboratorios deban ser orientados en dos direcciones. La primera es la construcción de mecanismos formales e informales de comunicación y colaboración con agencias y departamentos claves en la administración pública. Añado el énfasis en los mecanismos informales por cuanto es importante tener presente que la confianza, aunque aquí la esté tratando como un objetivo a perseguir en las relaciones entre distintas organizaciones, es un concepto que solo tiene sentido como objetivo para las personas que las habitan.

Colaboración

La segunda dirección es la consolidación de una cultura de innovación orientada hacia el uso de los datos entre el resto de las administraciones. Esta es una estrategia de corto plazo que sirve para facilitar la aceptación de la misión del laboratorio entre el personal público, pero también una estrategia de largo plazo para que la administración adopte ella misma prácticas modernas en el resto de sus operaciones. Esto es, el objetivo más ambicioso del laboratorio debe ser el de servir de catalizador de un cambio en la cultura de la administración pública.

Hay otras tres tareas más que yo añadiría a esta lista. Sobre ellas existe quizás menos literatura especializada a la que agarrarse, pero encajan bien con mi propia experiencia. Las tres se derivan de un patrón que he visto repetirse con frecuencia. Muchas empresas y organizaciones adoptan unidades de datos no muy diferentes a estos laboratorios antes de saber exactamente para qué usarlas. Mi experiencia es que la falta de un mandato claro es una de las razones por las que muchas de estas unidades acaban fracasando: es imposible estar a la altura de expectativas que no están definidas (Davenport, Bean y King 2021).

Las tres tareas que creo que se deben extraer son las siguientes. La primera es que es importante que el primer proyecto del laboratorio defina con claridad el valor de la unidad. Es crítico que la atención del laboratorio se centre en un proyecto que dé visibilidad y credibilidad a la organización y que también sirva de botón de muestra de lo que la unidad puede aportar. No se me ocurre una mejor forma de construir confianza que demostrando resultados tangibles. La segunda tarea es el desarrollo de un plan estratégico que delimite las prioridades y objetivos del laboratorio. Los planes nacionales sobre el uso de datos cuantitativos en Estados Unidos (U.S. Government 2021) y el Reino Unido (U.K. Government 2021) son magníficos ejemplos. La última tarea es evitar el error de pensar que la persona que gestione el laboratorio debe ser una persona que destaque por sus habilidades técnicas. Quienquiera que lidere este tipo de unidad debe, ante todo, ser capaz de comunicarse con el resto de la administración y demostrar sensibilidad hacia sus problemas. Solo alguien capaz de empatizar con las organizaciones con las que el laboratorio va a interactuar a diario será capaz de construir la confianza mutua que este tipo de iniciativa necesita para triunfar.

Las particularidades del Área Metropolitana de Barcelona

El Àrea Metropolitana de Barcelona (AMB) está excepcionalmente posicionada para adoptar una iniciativa similar a este tipo de laboratorio. Esto no quiere decir, sin embargo, que el éxito estará garantizado. En esta sección, esbozo brevemente diferentes ventajas de las que ya dispone la AMB y misiones (Kattel y Mazzucato 2018) para diferentes agentes cuya participación es crucial.

En primer lugar, la ciudad de Barcelona y la Generalitat de Catalunya cuentan ya con una tradición de evaluación de políticas públicas. Este tipo de laboratorio no es, pues, más que la consolidación y extensión de experiencias previas. La existencia de normas y actitudes positivas hacia la evaluación son, como sugería anteriormente, una de las claves del éxito de este tipo de iniciativas.

Las administraciones públicas tienen aquí un objetivo claro. Los diferentes niveles de gobierno deben facilitar el establecimiento de lazos y estrategias de colaboración formales e informales con el laboratorio. Esto quiere decir, además de fondos y fuentes de financiación, deben comprometerse al fomento de una cultura de apertura y colaboración que facilite acceso del laboratorio a los datos, conocimientos, experiencia y recursos de las diferentes agencias y departamentos.

En segundo lugar, el territorio de la RMB cuenta con una mundialmente reconocida infraestructura académica. Incluyo aquí no solo la densa red de universidades de reconocido prestigio sino, más específicamente, a investigadores en políticas públicas y en áreas adyacentes. Añadiría además la excepcional concentración de investigadores y profesionales en diversas áreas de ingeniería informática y de datos. Esto ofrece un terreno ideal para la incorporación de especialistas que puedan nutrir el laboratorio, así como para la atracción de talento nacional e internacional.

Las universidades y otras estructuras públicas y privadas de investigación son, pues, una de las llaves que pueden facilitar el éxito de la iniciativa. Es este entorno en el que puede contribuir el capital humano e intelectual necesario. Para ello, las universidades y otros institutos de investigación privados y públicos deben establecer objetivos de colaboración concretos que incluyan la provisión de talento investigador, así como acceso a sus recursos de investigación.

En tercer lugar, la existencia de iniciativas maduras de innovación política son una de las características más distintivas del AMB. Casos como este mismo proceso “Barcelona Demà. Compromís Metropolità 2030”, pero también otras iniciativas punteras en el ámbito de la deliberación y la participación ciudadana en el territorio ofrecen la infraestructura política necesaria para establecer canales sólidos y creíbles con el entorno social del laboratorio.

Los medios de comunicación tienen aquí una responsabilidad fundamental por cuanto son los agentes más efectivos para fomentar la participación del público. La participación de la comunidad aumenta la legitimidad de las políticas y la aceptación de los resultados de la evaluación. Sirve, además, para mejorar su efectividad por cuanto abre la puerta a talento y perspectivas únicas de voces que, de otro modo, no serían parte de procesos tradicionales de diseño de políticas públicas.

En último lugar, y en el caso concreto de la ciudad de Barcelona, experiencias como la Oficina Municipal de Datos son una base excelente sobre la que puede seguir construyéndose la base técnica necesaria para sostener un laboratorio que podría, en teoría, ser su principal consumidor. En este caso, solo sería necesaria una reconsideración de prioridades y estrategias.

Pensar a nivel de metrópoli

He ignorado hasta ahora una de las características distintivas de este plan estratégico. La mayoría de las experiencias que he utilizado en las líneas anteriores para desarrollar la idea de los laboratorios de políticas públicas son iniciativas que han tenido lugar en ciudades y no en áreas metropolitanas. Por tanto, es legítimo preguntarse por los cambios que pueden ser necesarios para acomodar una unidad territorial que no solo es más extensa y heterogénea, sino que además incluye múltiples ayuntamientos.

Metrópoli

Una unidad como el laboratorio que he esbozado tiene únicamente posibilidades de éxito, como espero haber justificado más arriba, si está plenamente integrado en los procesos de diseño de las políticas públicas. De ahí que podría parecer lógico que esta unidad esté asociada al nivel de gobierno en el que se diseñen las políticas. Esto podría verse como un argumento de que, en este caso, un laboratorio metropolitano solo tendría sentido en un contexto de políticas metropolitanas. Es una línea de razonamiento válida, pero creo que es innecesariamente restrictiva.

Creo que es más práctico entender el laboratorio como un coste fijo que no todas las entidades territoriales se pueden permitir. Por decirlo con más claridad, los laboratorios son caros y, con buena razón, no son una prioridad para los municipios más pequeños. De ahí que tenga sentido pensar en un laboratorio metropolitano como un recurso de uso común para el conjunto del AMB. En esta alternativa, cada uno de los municipios contribuiría proporcionalmente a sus recursos, pero participaría en igualdad en la definición de sus objetivos y en su uso.

La complejidad de un arreglo de este tipo creo que se compensa con dos ventajas que no pueden pasarse por alto. La primera es que el laboratorio puede servir de mecanismo de coordinación en políticas públicas entre ayuntamientos del territorio metropolitano por el mero hecho de ser un área que sirve de punto de contacto entre todos los actores políticos del AMB. La segunda, quizás la más obvia, es que el laboratorio tiene la posibilidad de convertirse en un repositorio de conocimiento sobre qué políticas han sido intentadas en el pasado y cuáles han sido efectivas. Esto es, como forma de facilitar el aprendizaje y compartir información y experiencia (Sanderson 2002).

Aquí creo que es relevante hacer notar que estas dos ventajas, aunque las he sugerido para el caso concreto del AMB, todavía aplicarían si expandiésemos el ámbito de actuación del laboratorio. Los 36 ayuntamientos del AMB mantienen una interdependencia y una congruencia interna tales que hacen la coordinación razonable y el aprendizaje, posible. Sin embargo, el mismo argumento puede usarse para, por ejemplo, pensar en laboratorio como instrumento de coordinación de los ayuntamientos de la región metropolitana.

En cualquier caso, es precisamente ese alto grado de interdependencia entre los municipios del AMB (o de la región metropolitana) el que hace que muchas de las políticas públicas deban pensarse desde el punto de vista del territorio en su conjunto. Con esto quiero decir que es fundamental considerar que, con frecuencia, las políticas municipales tienen efectos indirectos que se extienden más allá de las fronteras municipales. Únicamente un laboratorio metropolitano tendría visibilidad y acceso a la información necesaria para evaluar correctamente el impacto de estas políticas.

Consultar referencias



[1] Hay un sinfín de literatura académica sobre este tema pero mi referencia favorita es Senserrich (2015).

[2] Esta pregunta lleva, inexorablemente, a discusiones sobre la objetividad del proceso de investigación. Refiero al lector/a a Godfrey-Smith (2003) para una discusión.

[3] Creo que es importante hacer notar aquí la conexión directa entre este argumento y el usado por Landemore (2012) en su defensa de nuevos métodos de decisión colectiva que sustituyan a los procedimientos tradicionales de representación política.

[4] El ejemplo más claro es The Lab @ DC, el equipo científico del ayuntamiento de Washington, D.C.

Las opiniones de los autores y las autoras no representan necesariamente el posicionamiento del PEMB.

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