Los retos de Barcelona Demà: la adaptación al cambio climático
Metrópoli Resiliente
- Gabriel Borràs Calvo
- 23-02-2022
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Los cambios que debería implementarse a la hora de impulsar la acción metropolitana para la adaptación al cambio climático no pueden ser un espejismo ni un “hagamos ver que cambiamos para hacer lo mismo que antes”. El reto del cambio climático y, por extensión, de la pérdida de biodiversidad, supone cambiar las relaciones entre las conurbaciones metropolitanas y los territorios que les suministran agua, alimentos, energía, materiales, cultura, ocio... Es una oportunidad única para que el país entero sea más resiliente en la crisis ambiental y climática.
El cambio climático, el calentamiento global, la emergencia climática, dígase como desee, no es más que otro de los indicadores globales de una crisis de crecimiento que tiene otras consecuencias: la pérdida de biodiversidad, la contaminación , los cambios en los usos del suelo, el reparto de la riqueza... Una crisis que tiene su origen en un modelo de crecimiento sobre el planeta que ha comportado la sobreexplotación de los recursos naturales bajo la premisa –falsa- limitados y que, en cualquier caso, la tecnología nos salvará de todos los males.
Si situamos el cambio climático de origen antropogénico en este contexto, los impactos y las consecuencias del calentamiento global no hacen sino destacar, engrosar, subrayar problemas endémicos de nuestro modelo de crecimiento: desde el empleo de la línea costera o de las zonas inundables, pasando por la falta de soberanía alimentaria, el incremento del riesgo de incendios forestales y sequías, el despoblamiento del traspaís o la vulnerabilidad social al derecho a la salud, al agua ya la vivienda, los cambios en los usos del suelo, para citar algunos. En consecuencia, las soluciones deberían ir dirigidas a cambiar, precisamente, la forma de entender el crecimiento y nuestra relación con la biosfera; cada vez son más las voces del ámbito de la investigación que se esfuerzan por que la humanidad establezca una alternativa medioambientalmente sostenible al actual modelo de crecimiento (“humanity must practice a more environmentally sustainable alternative to business as usual”[1]), que incluso es incompatible con la conservación de la biodiversidad (“acknowledge the conflict between economic growth and biodiversity conservation in future policies”[2]).
La cuestión clave es, pues, trasladar las soluciones que posibiliten el cambio a un ámbito metropolitano como el de Barcelona y, por extensión, al de Cataluña. No es gratuita esta mención en todo el territorio del Principado: el éxito en las políticas públicas de adaptación a los impactos del cambio climático en la Región Metropolitana de Barcelona debería contemplar, necesariamente, de la simbiosis entre las conurbaciones costeras con el traspaís que les suministra biodiversidad, agua, energía, alimentos, materiales, ocio, cultura, y tantos otros servicios. Difícilmente habrá ciudades inteligentes si estas ciudades no cooperan con el suministro de los servicios que ofrece lo que los alemanes bautizan con el nombre de “hinterland”. Una simbiosis que los impulsores del Manifiesto de Vallbona, bajo la premisa de apostar por una Catalunya enredada hidrológicamente, bautizaron con el nombre de mutualidad catalana, y que se fundamentaba en una relación de igual a igual entre el traspaís y el litoral.
Quien crea descabellada la propuesta de reconstruir -o, tal vez, construir de nuevo- tal simbiosis en el contexto de la adaptación a los impactos del cambio climático, una reflexión: la superficie forestal y la superficie agraria útil de Cataluña representan el 90% de la superficie de los 32.000 Km2 del país, mientras que la superficie urbanizada sólo representa el 6%. Bien es cierto que en ese 6% viven 7,5 millones de personas y que, precisamente, la gran mayoría de la población vive en las grandes conurbaciones metropolitanas situadas en los primeros treinta kilómetros del litoral. Si evaluamos la vulnerabilidad a partir del grado de exposición del territorio a los impactos del cambio climático, es evidente que es necesario abocar los esfuerzos de adaptación en la superficie agro-forestal; si lo evaluamos a partir del grado de exposición de la población, es evidente que es necesario volcar los esfuerzos de adaptación en los primeros treinta kilómetros del litoral. Sin embargo, volvemos a ello, los suministros del traspaís, lo que podríamos llamar servicios ecosistémicos, son esenciales para la calidad de vida y la salud de las ciudades; y, sobre todo, de la Región Metropolitana de Barcelona.
Un estudio reciente encargado por la Oficina Catalana del Cambio Climático en el Centro de Investigación Ecológica y Aplicaciones Forestales, en colaboración con el Centro de Ciencia y Tecnología Forestal de Cataluña, en torno a los cambios de los servicios ecosistémicos de los bosques de Cataluña[3] determina que en un cuarto de siglo la capacidad de sumidero (captura de CO2) ha disminuido en un 17%, mientras que la generación de agua azul (escorrentivo) se ha reducido hasta en un 29%. El estudio pone de manifiesto que los bosques que en 1990 estaban constituidos por árboles de gran tamaño, hoy en día han sufrido una menor disminución de los servicios ecosistémicos. Este resultado sugiere que los bosques maduros con menos árboles, pero mayores, proveen servicios que son superiores a los de los bosques jóvenes constituidos por árboles pequeños. El análisis constata que lo que es más determinante es la estructura del bosque y la gestión reciente que se ha realizado. El clima permite explicar, en parte, cómo es la estructura y la composición de un bosque fruto de toda su historia pero, en cambio, no explica tan directamente su reciente dinámica. Por el contrario, la estructura del bosque, fruto casi siempre directa o indirectamente de la gestión, tiene unos efectos más determinantes en los cambios detectados en los servicios de los bosques. En conclusión, la gestión forestal es una herramienta útil para ayudar a adaptar los bosques al cambio climático al proporcionar margen de actuación para maximizar los servicios ecosistémicos que, como sociedad, queremos que nuestros bosques nos ofrezcan.
Desgraciadamente, durante los últimos siete decenios y coincidiendo con la sustitución progresiva de la madera por los combustibles fósiles (gas natural incluido), la relación entre Cataluña y los bosques ha sido caracterizada, precisamente, por el abandono progresivo de la gestión forestal. Y no sólo de la gestión forestal; también de la ganadería extensiva y de la agricultura tradicional, sustituida en parte y progresivamente por la agricultura competitiva y de carácter industrial. Este triple abandono ha supuesto cambios en los usos del suelo con efectos tan evidentes como un incremento de la superficie boscosa y la progresiva desaparición de los mosaicos agro-forestales. No es extraño, en consecuencia, la disminución de los servicios ecosistémicos forestales ni, tampoco, que estos cambios en los usos del suelo sean el factor más determinante en la pérdida de biodiversidad tal y como se expone en el informe Estado de la Naturaleza en Cataluña 2020[4]: en los últimos veinte años, las poblaciones de vertebrados e invertebrados autóctonos de los que se tienen datos han perdido de media el 25% de sus individuos. Si bien los cambios en los usos del suelo son la principal causa directa de pérdida de biodiversidad, el cambio climático y la llegada de especies exóticas invasoras tienen un impacto cada vez mayor.
Pero es que este cambio en los usos del suelo como consecuencia de un modelo socioeconómico que intensifica la obtención de recursos en determinadas áreas y abandona otras que habían sido utilizadas de forma más sostenible, también tiene impactos en la disponibilidad de agua en una región mediterránea como la nuestra. A medida que la temperatura de la atmósfera aumenta, la evapotranspiración de cultivos y bosques también se incrementa; más fracción del agua precipitada va a la atmósfera (agua verde) y menos fracción del agua precipitada va a escorrentivo que alimenta ríos y acuíferos (agua azul). Numerosa literatura científica lo avala y, a modo de ejemplo, invito a leer los resultados y las conclusiones del proyecto Life MEDACC[5], acrónimo en inglés de ”Adaptando el Mediterráneo al Cambio Climático”, que durante cinco años evaluó la vulnerabilidad de las cuencas de los ríos Muga, Ter y Segre a los impactos del cambio climático en los últimos decenios y las proyecciones climáticas a mitad del siglo XXI. Específicamente, destacar lo siguiente:
- Los principales cambios observados en las últimas décadas en el clima de las tres cuencas muestran una reducción general de la precipitación, especialmente significativa en verano, sequías más frecuentes y graves, y un aumento de la evapotranspiración.
- Los cambios observados en las últimas décadas en el ciclo del agua de las tres cuencas indican un descenso generalizado de los caudales, entre el 28 y el 49% menos. Estos descensos varían en función del tramo del río y de la cuenca. En las cabeceras, sobre todo, se observan mayores reducciones de caudal de las atribuibles sólo a factores climáticos y, por tanto, los cambios de usos del suelo como la aforestación tienen un papel relevante (en la Muga y el Ter).
- En futuro (mitad siglo XXI), la combinación de las simulaciones hidrológicas y los tres escenarios de cobertura del suelo modelizados (incremento de la superficie forestal por aforestación como hasta ahora, pérdida de superficie forestal por grandes incendios forestales, incremento de la superficie forestal gestionada ) muestran patrones bastante similares a las tres cuencas.
- Los tres escenarios constatan la influencia de la superficie boscosa en la generación de caudales en las cuencas; a su vez, subrayan la importancia de la gestión de los usos del suelo como herramienta imprescindible para mitigar los impactos observados y proyectados por los escenarios de cambio climático.
- La despoblación, el abandono de cultivos, la pérdida de la ganadería extensiva y la falta de gestión forestal no hacen sino incrementar nuestra exposición y sensibilidad a los impactos del cambio climático y, por tanto, la vulnerabilidad. La peor medida de adaptación a los impactos del cambio climático en relación con la disponibilidad de recursos hídricos es la falta de gestión del territorio; incluir este hecho en los instrumentos de planificación territorial y sectorial es primordial.
- Es necesario plantear el desarrollo de soluciones no sólo tecnológicas, sino también ambientales, políticas y sociales, que resulten sostenibles en el tiempo y que permitan una mayor integración de los diversos sistemas (hidrología, bosques, biodiversidad, agricultura, ganadería, etc.) con las comunidades locales.
- Los gestores, los agentes sociales y territoriales y la población en general de las ciudades costeras deben tomar conciencia de que la provisión de servicios, agua, cultura, bienestar y alimentos tiene un coste y, por una cuestión de resiliencia, el mundo urbano debería contribuir a la provisión de estos servicios y alimentos. Cualquier agenda urbana sobre adaptación al cambio climático no será completa si la planificación territorial y sectorial no contribuyen a la resiliencia del territorio que le proporciona agua, alimentos y servicios.
Puede obviarse estas y otras evidencias empíricamente demostradas y creer en la autosuficiencia de las metrópolis en un universo que sobrevive aislado del territorio que las rodea; bueno, mejor dicho, en un universo que sólo se conecta con el territorio en función de las necesidades derivadas del metabolismo y el ocio metropolitanos (la ampliación de un aeropuerto, el despliegue de las renovables, los polígonos logísticos, la conexión rápida con el Pirineo para ir a la nieve o las carreras de resistencia a la montaña...). Seguramente en la elección de esta opción -que es una opción totalmente legítima si bien, en un contexto de emergencia climática y de pérdida de biodiversidad, seguramente no es la mejor opción- existe un factor cultural clave de nuestra contemporaneidad: parte de la población, incluso de la que vive en esto que hemos convenido en llamar “ámbito rural”, ha desconectado de la realidad física que le rodea porque ya tiene suficiente con la realidad de la conexión virtual, sean pantallas o redes sociales.
La desconexión de la realidad física del territorio no es una elucubración teórica. En un período de un año, de enero de 2020 a enero de 2021, dos fenómenos meteorológicos han afectado al país: el temporal Gloria o de Santa Agnès y el temporal Filomena. El primero, un levante con precipitaciones importantes y un extraordinario temporal de viento; el segundo, una ola de aire frío con nieve en cotas bajas. Invito al lector a que haga una búsqueda en internet y en las redes sobre la información generada por ambos temporales, y compare sus magnitudes. Mientras que para el temporal Gloria la información es arrolladora, hasta el punto de que es posible realizar una aproximación cuantitativa a los daños generados por el temporal evaluada en unos 518 M€[6], el volumen de información generado por Filomena es mucho más escaso y apenas si es posible realizar una aproximación cuantitativa a los daños generados (alguna referencia escasa a los 400.000€ que Agroseguros ha calculado como indemnización por las dañadas que el peso de la nieve provocó en 46.000ha de olivos[7]). La diferencia en el impacto de noticias, reportajes y entrevistas de ambos fenómenos meteorológicos tiene una explicación muy lógica: Glòria impactó preferentemente en la fachada litoral, donde se encuentra el grueso de la población del país, mientras que Filomena afectó sobre todo a la Cataluña interior , con poca población y con un amplio dominio agro-forestal. ¿Imagina el impacto comunicativo que hubiera provocado si Filomena, en lugar de afectar a 46.000 ha de olivos o las comunicaciones y la conectividad del Priorat, la Terra Alta o las Garrigues hubiera afectado a 46.000 ha de la Región Metropolitana de Barcelona?
Acabo de escribir esta aportación a los “Retos de Barcelona Mañana” el mismo día que se ha publicado un informe[8] elaborado por 50 expertos internacionales en biodiversidad y clima, reunidos por la Plataforma Intergubernamental de Ciencia y Política sobre Biodiversidad y Servicios de los Ecosistemas (IPBES) y el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC), que concluye que no sólo es necesario conservar la biodiversidad para afrontar la crisis climática, sino que ambos retos deben abordarse de manera conjunta. Encarar, a la vez, la protección del clima y la biodiversidad implica un profundo cambio colectivo respecto a la naturaleza, lo que supone alejarse de una concepción del progreso económico basado únicamente en el crecimiento del PIB, para transitar hacia otra visión que tenga en cuenta los valores que ofrece la naturaleza para una buena calidad de vida sin rebasar los límites de la biosfera.
Un profundo cambio colectivo que, por las razones expuestas en este texto que está leyendo, debería pasar también por construir una simbiosis de beneficio mutuo, de igual a igual, entre la Región Metropolitana de Barcelona y el resto del país.
Para saber más, puedes encontrar otros documentos relacionados con la metrópoli resiliente aquí, donde también podrás consultar el paper original entero de este artículo.
Las opiniones de los autores y las autoras no representan necesariamente el posicionamiento del PEMB.