Entrevista a Joan García del Muro
Autor del libro 'Good Bye, veritat'
- 22-02-2019
- Actualidad del PEMB
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El filósofo y profesor en la URL, Joan García del Muro, trata en su libro'Good Bye veritat' del concepto de postverdad que describe la situación en la que, a la hora de crear la opinión pública, los hechos objetivos tienen menos influencia que las llamadas a la emoción o las creencias personales. Aprovechando que Juan García del Muro nos ha acompañado en la última sesión del rincón de #Repensar “Nos gusta que nos mientan? Ver el mundo a través de los algoritmes”, le hemos hecho algunas preguntas.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Cuál crees que ha sido el detonante de la postverdad?
Cuando, al término de la Segunda Guerra Mundial, se hicieron públicas las imágenes terribles de los campos de exterminio nazis, el mundo sufrió una sacudida de espanto. Las peores expectativas habían quedado ampliamente superadas por una realidad que, de tan monstruosa, era inimaginable. Uno de los ámbitos en los que la constatación del horror tuvo un efecto más fulminante fue el de la filosofía. Los grandes pensadores del momento habían estado en sus cosas, atareados en la tarea descomunal de construir un mundo conforme a los ideales de la razón y la irrupción brutal de la realidad los pilló con el pie cambiado. Con alguna escasísima excepción, no supieron reaccionar a un choque tan descomunal. Como si quedaran en estado de shock.
¿Hemos avanzado en algo?
De hecho, parece que, desde entonces, la filosofía todavía no ha vuelto a levantar cabeza. La primera mitad del siglo XX había sido filosóficamente muy fecunda, con todo un grupo de pensadores extraordinarios. A partir de la finalización de la guerra, se hace difícil encontrar alguna figura de peso. Es fácilmente comprobable: quien hojee una historia de la filosofía contemporánea podrá constatar la diferencia abismal entre las dos mitades del siglo. La primera, apretada y borbotea, la segunda, un desierto o, como mucho, una serie de autores de segunda o tercera fila que las circunstancias han despegado a primera plana.
¿A qué se puede atribuir este desconcierto de la filosofía?
Contra el optimismo posiblemente exagerado de ilustrados, racionalistas y cientistas, buena parte de los filósofos de la segunda mitad del siglo XX muestran una pérdida de confianza en la razón que los lleva a defender una sorprendente actitud de humildad intelectual que adquiere la forma de «pensamiento débil» (Vattimo), «pensamiento cansado» (Bataille), «deconstrucción de cualquier discurso» (Derrida), «abdicación de cualquier metanarrativa» (Lyotard). En lugar de la búsqueda de la verdad y el afán globalizador, ellos proponen modestia epistemológica: hay que asumir que cualquier supuesta verdad es sólo una interpretación más, tan parcial, contingente, fugaz y subjetiva como lo son el resto. La razón ya no cautiva casi nadie.
Podríamos considerarlo un último legado del nacionalsocialismo alemán. Un legado tan imprevisto como desconcertante. Para bien o para mal, en la mentalidad de nuestro tiempo se ha ido abriendo paso, desde el final de la Segunda Guerra Mundial, una convicción cada vez más explicita que nos lleva a identificar libertad y debilitamiento de las certezas. Parece como si renunciar a posiciones fuertes fuera un requisito imprescindible para alcanzar una convivencia pacífica. Verdad igual a dogmatismo, es decir, a intolerancia, a imposición por la fuerza. Es un convencimiento de aquellos que nuestra generación considera indiscutibles. Para garantizar la libertad lo que hay es debilitar la pretensión de verdad. Después de todo, hemos sido capaces de entender -y asumir plenamente- aquella muerte de las certezas que Nietzsche anunciaba. Sin embargo, la cuestión no era tan simple: este adiós a la verdad ha supuesto algunos inconvenientes imprevistos.
¿El exceso de poder (político, mediático,...) permite tergiversar la verdad para conseguir unos objetivos determinados? ¿Los políticos lo hacen conscientemente para influir en la respuesta de los ciudadanos? ¿Obtienen los resultados que persiguen?
A principios de marzo de 2014, cuando apenas sus tropas acababan de invadir la península de Crimea, Vladimir Putin apareció en la televisión rusa y, con una sonrisa de oreja a oreja, proclamó al mundo entero que no había soldados rusos en Ucrania. Todo el mundo sabía que no era verdad, las redes sociales hacía días que se habían llenado de vídeos que mostraban pelotones del ejército ruso avanzando por la península. En realidad era una declaración innecesaria. ¿Por qué la hizo? Lo que más llamaba la atención, en la actitud de Putin, era su suficiencia, como si nos extendido enviando un mensaje codificado: bienvenidos al mundo de la postverdad, un mundo donde los hechos ya no importan. No tiene sentido ya que me acusan de mentir o estar escondiendo la verdad. No hay ninguna verdad objetiva a la que someterme: yo fabrico mi propia verdad. Bienvenidos al universo del hechos alternativos.
Donald Trump, por su parte, se jactaba hace poco de ser el personaje que más veces había protagonizado la portada de la revista Time, con “catorce o quince apariciones”. Lo cierto es que ha aparecido sólo once veces, una cifra muy inferior a las cincuenta y cinco veces que apareció Richard Nixon. ¿Por qué mentir en un asunto tan poco trascendente y tan inútil como este? ¿Qué sentido tiene, una mentira tan inocente, tan absurda y, además, tan fácilmente desemmascarable? Probablemente, como en el caso de Putin, lo que pone de manifiesto es la idea de que el discurso político ha conquistado una autosuficiencia que lo ha independizado de los hechos. Sorprendente, todo. La verdad, una vez desvinculada de su relación a los hechos, ha terminado vinculándose a poder. No importa el número real de veces que haya salido en la portada de la revista, lo único que importa es el número de veces que él dice que apareció.
Si cierto es lo que los “míos” dicen que es verdad, resulta que el criterio de verdad se ha convertido en una asunto tribal. Lo que hacían Putin y Trump, en los ejemplos que he citado, tal vez era justamente eso: marcar territorio, dejar claro que, como líderes de la tribu, les corresponde a ellos (y no a los hechos objetivos o los eventos reales) marcar el relato de la verdad.
¿Hasta qué punto, el sesgo de nuestra percepción permite dar por buenas noticias que no lo son?¿ Queremos creer que una información es cierta sin cuestionarla? ¿Por qué?
En en mundo actual, marcado por el consumismo desaforado, parece que las verdades son una más de las mercancías que podemos adquirir: verdad se identifica con «lo que quiero que sea verdad». Hace unas décadas esta confusión de la realidad con la ficción habría sido catalogada, casi, como trastorno psicológico grave, pero a estas alturas parece que las cosas no funcionan así. Es el extraño resultado de la particular lectura -está claro que interesada- que uno hace, a estas alturas del pragmatismo clásico de John Dewey y William James. La verdad ha sido desatada completamente los hechos, separada de ellos. El criterio de verdad no depende ya de los hechos, sino de la bondad o maldad del juicio. Y esta bondad se define en función de los resultados positivos de creerla. Es decir: una creencia es verdadera si es buena y es buena si satisface un deseo. Por lo tanto, la epistemología depende de la ética y la ética, por su parte, depende del sentimiento.
¿Podríamos decir, pues, que la verdad es relativa?
La verdad de una creencia, pues, se define en función de su efectividad a la hora de producir emociones agradables. La verdad, por ello, se define, en realidad, en función del interés. Verdad se lo que me interesa que sea verdad. Acepto todo lo que me hace sentir bien, todo lo que confirma mis creencias e intento construirme un mundo donde nunca tope con informaciones que me interpela, que pongan en duda el mis prejuicios.
¿Los ciudadanos y, por extensión, la sociedad en general, ha perdido la capacidad de ejercer el pensamiento critico, de diferenciar la verdad de la mentira o engaño?
Una de las cosas que caracterizan la era de la postverdad es quizás esta pérdida de pensamiento crítico o, más exactamente, la conformidad con esta pérdida. Ya nos está bien, que nos engañen, siempre que lo hagan “nuestros”.
A lo largo de toda la historia, siempre ha habido mentiras. El rasgo distintivo, por ahora, no está tan en el mentiroso, en el emisor, como en el receptor: hemos asumido que la verdad no existe y, por tanto, que tampoco hay mentira. Hemos asumido esta situación de ausencia de verdad como una más de las circunstancias de la política actual. Si no hay hechos objetivos, no hay manera de refutar el planteamiento de un adversario político. No hay puntos de referencia para la discusión. Y no hay manera, tampoco, de encontrar un criterio de demarcación entre, por un lado, información y, por otro, opinión, valoración e interpretación. Los hechos se disuelven entre valoraciones e interpretaciones.
¿Quién construye hoy la verdad? ¿Es posible revertir esta situación? ¿Cómo?
Una perspectiva diferente conlleva, obviamente, unos hechos alternativos. Crees que es verdad lo que dicen “los tuyos” y crees que no es verdad lo que dicen los demás. El adiós a la verdad, pues, que había sido festejado como una exigencia irrenunciable del progreso democrático, puede volverse contra la propia democracia. A estas alturas lo estamos empezando a ver. En diluir la noción de verdad, se desvanece, también, el espacio para un diálogo significativo, para un pensamiento crítico: sin puntos de referencia no puede haber ni control objetivo ni crítica intersubjetiva. La situación soñada para los protagonistas del totalitarismo de la postveritat.
¿Podrías hacer un pronóstico sobre hacia dónde vamos o todavía le queda recorrido a la postveritat?
¡Hahahaha! ¡Un pronóstico! Apenas consigo entender el presente... En el ámbito anglosajón, especialmente en Estados Unidos donde están sufriendo de una manera más directa -y más grollera- las políticas de la postveritat, se está desarrollando una interesantísima polémica periodística sobre la cuestión. Tratándose de un asunto de indudables implicaciones filosóficas, extraña, sin embargo, que los filósofos más influyentes no se hayan implicado todavía. Es una ausencia clamorosa.
Parece como si la amenaza de la postverdad nos hubiera cogido, a todos, con el pie cambiado. Como si el desarme intelectual al que se sometió la filosofía después de los campos de exterminio, hubiera dejado a los filósofos sin instrumentos para construir una alternativa seria a este nuevo fenómeno. Como si el pensamiento débil no tuviera suficiente fuerza para enfrentarse al huracán de la postveritat.
Postverdad se ha convertido en una palabra de aquellas que se cita hasta la saciedad. No hay día que no aparezca en los medios de comunicación, sobre todo en editoriales y artículos de opinión. Siempre en el mismo sentido: acusando alguien de practicarla, es decir, de mentir o, más exactamente, acusándole de desatender los hechos objetivos e intentar manipular la opinión pública suscitando emociones. Y en muy buena parte de los casos, estas acusaciones son fundamentadas. Esto es lo más grave. La postverdad se practica. Sin embargo, no se reflexiona con toda la pausa que se debería. Así pues, la postverdad se predica y se practica, pero no se piensa lo suficiente. Y se debe, como decía al principio, porque buena parte de aquellos a quienes, teóricamente, correspondería llevar a cabo esta discusión han sido, en cierta medida, agentes activos que han contribuido a crear las condiciones de posibilidad para el advenimiento de la postverdad.