Cultura y ciudad, un tándem necesario y natural

'Construir cultura es construir ciudad' (Jordi Hereu, 2006)

Desde hace décadas las ciudades asumen un destacado papel en lo que se refiere a políticas culturales en contraposición al Estado, a menudo demasiado alejado de la realidad ciudadana. La proximidad de los equipamientos culturales, así como las estructuras de gobierno y sus representantes políticos, son ventajas que hay que aprovechar. De esta manera, parece lógico pensar que las políticas culturales que se definen y se ejecutan desde el ámbito local tienen -o deberían tener- más garantías de éxito.

Cultura y ciudad, un tándem necesario y natural

De la lectura del documento “La cultura, herramienta de transformación” presentado por la consellera Laura Borràs -en el que defiende la transversalidad de la cultura- se desprende que las urbes son el lugar idóneo para desplegar las políticas culturales ya que es donde se producen la mayoría de las interacciones humanas. Porqué, además de ser un mecanismo eficaz de crecimiento personal, la cultura contribuye al desarrollo de una comunidad, creando sociedades más abiertas y cohesionadas. “La cultura es aquel elemento que crea vínculos entre las personas, que hace que se reconozcan y se identifiquen como sociedad”, dice el documento. Sin la capacidad cohesionadora e integradora de la cultura, las ciudades no serían más que un conjunto de edificios que comparten espacio, pero no conviven en él.

Si, además, coincidimos en la necesidad de conocer de primera mano la realidad para inserir las políticas culturales en el contexto en el que deben hacerse efectivas, resulta indiscutible la estrecha relación que hay entre la cultura y el espacio (físico, económico y social) en la que esta se da. De aquí que podamos decir que cultura y ciudad forman un tándem natural y necesario, difícil de separar, y menos de cuestionar. Pero como pasa en muchos otros ámbitos de actuación, las líneas que separan una de la otra son tenues o tal vez inexistentes.

Haciendo una mirada al pasado vemos que el importante papel que juegan hoy en día las ciudades -en cuanto a definición y ejecución de políticas culturales- es resultado de los cambios de planteamiento que se han dado a lo largo de los años como la toma de conciencia de la necesidad de trabajar en red que llevo, en 2004, a la creación de la red de Ciudades y Gobiernos Locales Unidos (CGLU) que redactó la Agenda 21 de la cultura.

Éste fue el primer documento de alcance mundial que los gobiernos locales usaron como referente para elaborar políticas culturales y consiguió incorporar la cultura como cuarto pilar de los Objetivos de Desarrillo Sostenible (ODS), impulsados por las Naciones Unidas. Como dice el documento: “Las ciudades y los espacios locales son un marco privilegiado de la elaboración cultural en evolución constante…”

En este sentido, resultan sugerentes las palabras de la directora general de la UNESCO, Irina Bokova, en el prólogo del informe Futuro Urbano (2016): “Una ciudad centrada en el ser humano debe ser un espacio centrado en la cultura”. ¿Qué puede haber más importante que las personas en lo que se refiere a la cultura? O lo que dice el documento del comité ejecutivo 2017 del Consejo de Cultura de Barcelona que define la complejidad de las políticas culturales en el ámbito local: “El ecosistema cultural de una ciudad es muy diverso y está en diálogo con los conflictos sociales, económicos y políticos del momento, de aquí que las políticas culturales sean tan complicadas de gestionar”. ¿Podemos considerar la cultura como un eje estratégico que permite hacer frente a los actuales y complejos retos que afrontan las ciudades?

Un ámbito complejo como el cultural pide -mejor dicho, exige- estructuras también complejas. No es suficiente con crear marcos de referencia para definir las políticas culturales, sino que también es necesario dotarlos de entes (públicos, privados y de tipo asociativo), y profesionales que los conviertan en realidad. A parte de las instituciones culturales de las que dispone la ciudad o de los equipamientos “tradicionales” (bibliotecas, centros cívicos, teatros, salas de exposiciones, etc.), las ciudades son un excelente campo de cultivo que acoge iniciativas que difícilmente encontraríamos en otro entorno, tienen suficiente masa crítica con hábitos consolidados de participación ciudadana.

Así pues, la simbiosis cultura-ciudad es básica. El enfoque y peso específico que se otorga a la cultura contribuye a definir el modelo de ciudad porqué configura los rasgos distintivos que la definen y la diferencian de otras. La “marca Barcelona” es un claro ejemplo ya que todo el mundo la identifica con elementos culturales como Gaudí, el Modernismo o incluso el Barça. En el caso de muchas ciudades, una oferta cultural amplia y de calidad supone un excelente motor de atracción turística, fuente de ingresos, ocupación y proyección internacional. Las cifras, de todos modos, suelen esconde el hecho de que los visitantes no vienen atraídos por una oferta de turismo cultural de calidad.

En esta línea, el Ayuntamiento de Barcelona presentó el pasado 30 de enero la nueva marca de ciudad que resulta del estudio “Identidad y posicionamiento de Barcelona: un relato coral” en el que han participado 1.800 personas de todo el mundo. Como evidencia el nombre escogido “Always Barcelona”, la apuesta de Barcelona por la internacionalización es obvia. El tándem turismo-cultura plantea aún puntos de reflexión no resueltos, pero éste es otro tema.

Hablar de conceptos como cultura y ciudad no resulta fácil porque ambos tienen muchas vertientes y configuran una realidad calidoscópica. Aun así, permite plantearse muchas preguntas que conducen siempre a la misma respuesta y más si se tiene en cuenta que se prevé que, en 2030, el 60% de la población residirá en las ciudades.

¿Podemos definir políticas culturales eficaces sin tener en cuenta el entorno físico y humano en el que se producen? ¿Quién está más cerca de los ciudadanos para poder conocer y atender sus necesidades culturales? ¿Quién puede evaluar mejor el resultado de las políticas culturales? ¿Quién puede integrar las políticas culturales dentro de las estrategias globales locales? ¿Dónde vivirá en el futuro la mayor parte de los habitantes del planeta? ¿Dónde puede ser más eficaz la capacidad transformadora e integradora de la cultura que donde se producen más interacciones sociales? ¿Dónde se concentra la mayor parte de equipamientos culturales y hay suficiente masa crítica para poner en marcha proyectos culturales de tipo asociativo o vecinal? En definitiva: ¿Quién es en primera instancia el garante del bienestar y la felicidad de los ciudadanos?

Para acabar, recupero el concepto de transversalidad que defiende la consellera Borràs porque permite extender el alcance de las políticas culturales más allá de su hábitat natural: la ciudad. Es necesario traspasar las fronteras municipales, generar sinergias y proyectos compartidos entre las ciudades del área metropolitana, incluso de la región metropolitana. En la medida que se dé un acercamiento entre ellas, otro de los rasgos definitorios de la cultura -su capacidad integradora y cohesionadora-, se podrá desplegar con eficacia. A riesgo de parecer pesimista, como siempre pasa cuando se habla de cultura, diría que aún queda mucho trabajo por hacer. 

Las opiniones de los autores y las autoras no representan necesariamente el posicionamiento del PEMB.

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